por ralero
La
noche anterior a ese domingo no la recuerdo. No tanto por lo alocada que pudo
haber sido como por los acontecimientos derivados a partir de ese día.
Yo
me había desvelado más de la cuenta la noche del sábado y quizá hice lo mismo
con el zumo de cebada, así que cuando mi hermano Alfredo me apuró a levantarme toda vez
que el ya estaba vestido y alborotado hice caso omiso a su petición y continúe
acostado. Él salió de la habitación tras un "te espero abajo" que me
pareció escuchar a la lejanía.
No
estoy seguro de si seguí dormido o si intente seguir haciéndolo, pero unos
minutos después mi hermano entro a la habitación y tras verme aún acostado me
volvió a apurar: "me voy a hacer fila, te espero en el Excélsior...".
Como
si mi cuerpo fuera víctima de un inesperado incremento en la fuerza de
gravedad, me levanté de la cama con la mayor lentitud de la que era capaz y, a
pesar de que ya era tarde y con el riesgo de no alcanzar lugar en la fila, me
metí a bañar tranquilamente, bajo el pretexto de que de ninguna manera saldría
yo de la casa sin tomar aquella ducha.
Todavía,
después de bañarme y vestirme, me senté en la mesa de la cocina a tomar un
almuerzo; mi madre, quien creo lo preparó, me urgió a que desayunara rápido
para qué alcanzara a Alfredo. No estoy seguro si pensé o dije: "si quieren
que vaya, que me esperen...".
Caminé
con desenfado por la calle de Viena, pasé la casa de la Sra. Norma y llegue a
la esquina de los Valero Chávez desde donde pude ver a Alfredo, quien hacía
fila detrás de Mando, y camine hacia ellos.
"Fórmate
y no te salgas" me dijo "voy a ir a ayudar" y ahí quede en la
fila, junto a Mando quien volteo conmigo y haciendo el gesto correspondiente me
dijo "a mí también me trajeron... "
De
ese día y las inscripciones no recuerdo más, pero a partir de ese domingo las
cosas empezaron a cambiar en mi vida.
Llego
el día esperado por muchos, aunque yo formaba parte de la excepción, la mayoría
de la gente de los grupos 3 y 4 de la CJ junto a hermanos, primos o amigos que despedían
formaban una muchedumbre fuera de lo común para un viernes por la tarde en el
atrio de San Juan Bosco y toda la alegría y algarabía de una legión de
muchachos subió con ellos a un autobús escolar el cual enfiló hacia la Ave.
Garza Sada para tomar la carretera nacional rumbo al Barrial. Así empezaba el
Encuentro Pascual Juvenil '84.
Desde
que tomamos Garza Sada el ambiente del camión parecía más el de un día de campo
que la antesala a un retiro. Pasando la Estanzuela el chofer, que era un
muchacho de uno de los grupos se cambió al carril central para rebasar, pero no
alcanzó a ver un auto que venía a su lado, por lo que lo golpeó y abolló (“¡vaya organización la de estos grupos”
pensé yo criticando y buscándole detalles malos a todo esto del retiro);
ambos vehículos nos detuvimos en la carretera, el joven del auto chocado estaba
muy enojado y
le reclamaba al muchacho que conducía.
El
padre, que venía detrás del camión en una camioneta escolar, se detuvo y se
integró a la discusión. Con mucha habilidad calmó al muchacho y le convenció de
que siguiéramos cada quien su camino. El principal problema era que el joven
del auto chocado había tomado el mueble sin permiso y, al parecer, no tenía
licencia por lo que tendría muchos problemas con su papá; pero para fortuna de
todos el joven era de la Linda Vista y el padre conocía al papá, así que el
sacerdote convenció al joven de que hablaría con su padre para que todo se
arreglara.
Por
obvias razones, llegamos tarde al Barrial. Creo que bajamos del camión nos
entregaron nuestras cosas y nos fuimos a acomodar al área que serviría como
dormitorio de hombres: un salón grande sin muros divisorios y en cuyo piso
dormiríamos cada quien en sus cobijas o sleeping bag, creo que algunos
alcanzaron catre. Dejamos las cosas y salimos a la cancha de básquet (o voli,
según fuera el caso) en la cual nos sentaron alrededor de la misma.
Ya
estaba oscureciendo. Entonces habló el sacerdote encargado del retiro, el padre Agustín. Nos dio la bienvenida al
retiro y nos explicó que la primera actividad que tendríamos sería de entregar
nuestro tiempo a la vivencia del encuentro por lo que nos invitaba a
despojarnos de nuestros relojes y depositarlos en unos cestos que el equipo de
servicio pasaría entre nosotros pero, antes de eso, era importante que tomáramos
una decisión: si alguno de los presentes no deseaba vivir el encuentro o se
hallaba ahí a la fuerza podía en ese momento retirarse, el muchacho que hacía
de chofer y algunos otros se regresaban a Monterrey por lo que podrían llevar a
quienes no quisieran vivir el retiro y optaran por regresarse, no habría ningún
problema y creo que hasta se le regresaría el dinero.
“Ya
está” pensé “nada más se levante alguien y me levanto también para regresarme…”
Hubo un lapso de silencio. El padre volvió a hablar preguntando si había
alguien que quisiera retirarse, pero nadie contestó ni se puso de pie. Yo me
quedé de a cuatro. Dudaba en pararme, pues no quería ser el único, no quería
hacer el ridículo, según yo. “Bueno” dijo el padre “si nadie se regresa
empecemos todos con el Encuentro, pase el equipo de servicio con los cestos
para recoger los relojes”. Fue así como yo me quedé y empecé mi Encuentro
Pascual Juvenil… mi reencuentro con Jesús…
El
retiro continuó y yo estaba a la expectativa, tomaba parte de las actividades
pero no participaba efusivamente, más bien trataba de permanecer en el
anonimato. Tal vez el no intervenir activamente me ayudó a estar en continua
comunicación conmigo, pensando y cuidándome de no “caer en la trampa de los
grupos juveniles”, fue preparando mi mente y mi espíritu. Desde muy chico había
tendido siempre a la reflexión, a la introspección y más que todo a la
introversión.
Transcurrió
el resto del viernes con diversas actividades, la cena y algunas actividades
más. El sábado iniciamos temprano, algunos se bañaron otros lo dejaron para
otro día, después del desayuno continuamos con las actividades.
A
medio día, después de un plática nos separamos todos y cada quien buscó un
lugar dónde estar para reflexionar acerca de la plática. Yo me senté en la
banqueta perimetral que daba a los dormitorios, de cara a una ventana para
evitar distraerme con el rancho o con alguno de los otros que vivían el retiro.
Entonces
sucedió.
Fue
como mirarme a mí mismo a los ojos, supongo que cada mañana me veía al espejo
al peinarme, pero esta vez era como mirarme directamente a los ojos y,
entonces, lentamente mi cuerpo y mi espíritu se fue llenando de algo que, en
estos momentos que escribo alcanzo a volver a sentir, pero no puedo todavía a
describir: solo sé que el sentimiento se apoderó de mi y empecé a llorar sin poder
detenerme (como aquella tarde aún ahorita no puedo evitar que se me escapen
algunas lágrimas, ustedes disculpen si se llegan a correr las letras en la
pantalla), dejé de pensar y solo seguí llorando, sentía en mí todos aquellos
sentimientos (no sé si llamarlos malos o negativos) y recuerdos que había
tenido en mi vida, el dolor, el miedo, la frustración, el desamparo, el odio,
la muerte … no me podía controlar… no me podían detener…
La
siguiente actividad fue comunitaria y estuvo acompañada de un acto de
contrición. Yo aún estaba con el sentimiento de la actividad anterior. En un
momento determinado caminé hacia la Cruz y me hinqué ante ella y no pude evitar
volver a llorar con la misma fuerza o más que la vez anterior.
Cuando
terminó la actividad ya me había calmado. Creo que luego comimos y hubo un
momento de juegos en el que quien quisiera podría confesarse. Yo aproveché y
fui con el padre Agustín, además de confesarme y confesarle que él me
había caido mal desde la primera vez que lo vi (ver El Pater), le pregunté qué había pasado en las actividades anteriores. Si
había sido algún tipo de psicosis o crisis o algo así. “¿qué crees tú que
pasó?” me dijo él. Yo pensaba que no había sido nada de eso. “Ha sido Jesús”
creo que me dijo él “quien te ha liberado y sacado de tu corazón todo lo que te
oprimía” y mirándome por sobre la montura de sus lentes “ahora tienes que
llenarlo con amor”.
Sobra
decir que el resto del encuentro lo viví al máximo y tan entregado a él que no
me di cuenta de ello hasta después de la misa final, cuando me sorprendí a mi
mismo bailando al compas de “Un millón de amigos”, de Roberto Carlos, al
voltear y ver el rostro de Mando, quien tocaba la rola en la guitarra, y me
veía fijamente con una sonrisa…
Hoy
no dejo de agradecer a Dios por esa experiencia, por la insistencia de Alfredo,
mi hermano, por el P. Agustín, por la Gran Comunidad Juvenil.
Hoy
hace treinta años que viví ese Encuentro y aunque volví a alejarme de Jesús
varias veces y otras tantas me he esforzado en regresar, sigo intentando convertirme,
sigo tratando de seguirlo, de llenar mi corazón con su amor para poder decir:
“Cristo en mi siempre…”