por ralero
Ya
había llegado de nuevo el otoño y el pequeño Basti volvía a molestarse como
cada año. Y no tenía nada personal contra el otoño, pero eso de que se cayeran
las hojas...! No sabía si echarle la culpa de su enojo temporal anual a los
árboles, a la ley de la gravedad (que en lo personal él no le veía nada de
grave, a excepción de cuando se subía a las azoteas) o a su padre quien,
aunque le pagaba por dicho trabajo, le ordenaba a su debido tiempo barrer y
recoger las hojas que caían del fresno que estaba en el patio de su casa. “Hecho el tiro” había dicho su padre aquella
tarde en la que acordaron la contraprestación de estos servicios recolectores.
Llevaba
apenas tres años de cumplir con esa tarea y uno y medio en el que sus derechos
laborales se habían acrecentado con el logro alcanzado de una paga módica (casi
arrancado a la fuerza tras la unión a su causa de la mejor líder
sindical que había en casa y sus alrededores: su mamá), pero considerable
para su edad, que por ser ganada por su propio esfuerzo era ahorrada casi en su
totalidad y el resto gastado a conciencia en cosas que para él eran importantes
o urgentes.
Pero
la verdad era que necesitaba barrer mucho ese otoño, ya que a finales del
verano en el último partido de las retas con los niños de la calle norte habían
perdido el balón, su balón, cuando en una jugada casi al final del partido en
un arranque de individualidad, en lugar de mandar un pase atrasado hacia Alex,
su primo, que estaba en mejor posición para realizar el disparo, prefirió tirar
con mas fuerza que colocación y voló la pelota hasta el patio de “las
regañonas” (vecinas, señoritas de edad, cuya casa estaba frente al parque
donde se jugaban las retas). “Por un pelo de rana calva” decía Sebastián
cuando describía la jugada a la vez que excusaba su error, “pero como quiera
ganamos el partido, ¿verdad Santi?” terminaba dirigiéndose a Santiago, su otro
también inseparable primo, y portero del equipo, quien en una jugada y gracias a sus felinos (aunque rayado de
corazón, como su padre) reflejos había desviado el disparo del oponente,
salvando de que les anotaran un gol y, por consecuencia, salvando el partido.
Pero
en fin, los buenos recuerdos (al igual que los malos, gracias a Dios)
sólo son eso: recuerdos. Ahora tenía ante sí la tarea de recoger las hojas,
mientras que la raza se estaba organizando para un partido. A regañadientes y
cabizbajo, se dirigía recoger las herramientas propias de la labor a emprender,
cuando en esos momentos llegaba su papá del trabajo. “¿Qué pasa Sebastián, por
qué tan triste?” le preguntó su padre al bajarse del auto, “Nada”, contestó el
Basti, “¿por qué se caen las hojas de los árboles?” siguió diciendo. “Eso” le
contestó su papá casi al instante “es algo que tendrás qué descubrir” y se
dirigió al interior de la casa.
Sebastián
recogió las hojas del patio esa tarde, pero no pudo dejar de pensar en la
respuesta que le dio su padre a una pregunta tan simple; así era siempre, su papá
nunca solía despejar las dudas que preguntaba sino que lo orientaba a encontrar
las respuestas por sí mismo.
Al
día siguiente, en la primaria, hizo a su maestra la pregunta formulada con
anterioridad a su padre: “Miss Kity, ¿por qué se caen las hojas de los
árboles?”, la maestra le miró a los ojos y, en tono maternal, le contestó: “Si,
hijo, acuérdate de la clase de Science, tanto las plantas como los animales
durante su vida pasan por un proceso que tiene varias etapas: nacimiento,
crecimiento, reproducción y muerte; las hojas se caen de los árboles porque se
mueren”.
“La
muerte tilica y flaca” pensó Sebastián “como dice el abuelo al jugar lotería” y
en voz alta continuó “pero eso no puede ser tan simple, no tendría sentido que
una semilla crezca tan grande para después andar derramando hojas muertas a
diestra y siniestra...” y continuó caminando hasta llegar a su salón.
Terminó
el otoño y a medio invierno la temporada de barrer de ese año. Inició el
siguiente año y corrieron varios más. Otoño tras otoño volvía Sebastián a su
pregunta y su padre a su respuesta. Hasta que con el inevitable correr del
tiempo (el implacable, el que pasó...) vino también el desarrollo de
aquel niño que, ya en secundaria, empezaba con los achaques típicos de la
adolescencia. A partir de aquel otoño hubo más hojas y menos escobas.
Sebastián
cayó en aquella actitud de rebeldía tan característica de esa edad, y poco a
poco, se fue distanciando de su padre. Las salidas al parque, al museo, a la
oficina o a jugar fútbol con sus primos y los tíos fueron cada vez más
esporádicas. Aunque nunca decayó en sus deberes escolares, cambio su relación
familiar por la de sus amigos, como suele suceder.
Por
azares del destino, por la mano de Dios o por razones hereditarias el padre de
Sebastián falleció por un paro cardiaco. Aunque después nada fue igual, la
familia se unió tras este triste acontecimiento, pero el corazón de Sebastián
se inundó de una gran tristeza.
A
raíz de la muerte del papá la madre entró a trabajar al negocio del primero y
Sebastián y su hermana empezaron a hacerlo también en empleos de medio tiempo
en el mismo negocio y posteriormente en otros en el que aprendieran algo del
oficio que querían estudiar, pero siempre cuidando que eso no afectara su
desempeño escolar, el cual siempre había sido destacable. Los ahora muchachos,
gracias a sus buenas calificaciones lograron que se les otorgara una beca para
estudiar la preparatoria y, al terminar ésta, continuaron estudiando becados la
carrera profesional.
Sebastián
tuvo la oportunidad de estudiar la carrera en el extranjero, dejando a su madre
y a su hermana en su ciudad natal, ésta última estudió lo que siempre de niña
decía que quería ejercer: Veterinaria.
Con
el tiempo, ambos terminaron sus estudios graduándose con buenas notas y
consiguiendo muy buenos trabajos. Sebastián volvió a la ciudad, se estableció
en ella y continuó con el negocio de su padre.
Los
dos se desarrollaron en sus carreras, se relacionaron con otros jóvenes y con el tiempo tuvieron sus parejas, sus
noviazgos; posteriormente se casaron (cada quien con su cada cual) y le
dieron a su madre sendos nietos.
Tal
vez porque cuando eran niños y sus padres los llevaban los fines de semana a
visitar a los abuelos, ellos visitaban a su madre cada semana con toda la
familia, aparte de las visitas personales entre semana por alguna razón
específica.
Ese
domingo de otoño, aparentemente no tenía nada de especial. Sebastián, como
hacía mucho tiempo no hacía, tomó del cuarto de triques el rastrillo, la pala y
una escoba, al ver que bajo del gran encino había un montonal de hojas secas.
Sin pensar en ello, empezó a recogerlas.
A
medida que lo hacía su mente voló al pasado, recordando las tardes de la
infancia en que a regañadientes hacía esta tarea y en la pregunta que nunca le
contestó su papá. Al recordarlo, pensó en todos esos momentos de la infancia en
que su padre lo animó, lo corrigió, o le enseñó... para todo sacaba una
lección, una enseñanza o hacia alusión a cuando su padre era niño.
Cómo
lo había extrañado después de su muerte. Cómo le dolía que hubiera partido en
aquella época de su vida en que por la misma naturaleza el niño, queriendo ya
ser hombre, se rebela y busca tomar sus propias decisiones, busca vivir su
propia vida.
Sin
embargo, la muerte de su padre trajo a su vida un nuevo orden, una nueva visión
de la misma. Tal vez, lo único bueno de la partida de su padre fue que él tuvo
que tomar las riendas de su vida, aplicarse en sus estudios, enseñarse a
trabajar, cuidar su gasto, su persona. Y eso, al final, era algo bueno. Tal
vez, si su papá no hubiera fallecido, la rebeldía que sentía (y que hoy
comprendía se debía a que de niño no siempre contaba con su presencia por
motivos de su trabajo ) lo hubiera empujado a distanciarse más de él y de
la familia; pero de lo que sí estaba consciente es que no hubiera conocido a su
hoy esposa ni tendría a sus hijos, si los acontecimientos no se hubieran dado
tal como se dieron.
En
esos pensamientos estaba cuando llegó hasta él su hijo, con un balón de fútbol
en sus manos:
-“¿Qué
haces papá?”- le preguntó al punto que se ponía el balón en el suelo y se
sentaba sobre él.
-“Recojo
las hojas que han caído del árbol, hijo.” Tras un brevísimo silencio continuó:
“sabes, cuando yo tenía tu edad, tu abuelo me pagaba por recoger las hojas de
los árboles”.
-“¡Orale!”
exclamó el niño “y cuánto me pagas si las recojo yo?” se apresuró a decir.
-“Este
salió a su abuela” pensó Sebastián y le contestó: “pues, ¿cuánto me cobras por
hacerlo?”
-“Mmmm”-
pensaba el niño su respuesta- “¡cinco pesos!” contestó triunfante.
-“Te
daré diez e incluye embolsarla y una limonada al final” le dijo su padre.
-“De
acuerdo”, asintió el niño.
-“¿Es
un trato?”- dijo el padre mientras le daba la herramienta de trabajo.
-”Hecho
el tiro” dijeron ambos al mismo tiempo al darse la mano y cerrar el trato. --“Voy
a preparar la limonada” continuó diciendo el papá, mientras caminaba hacia la
puerta de la cocina.
-“Papá”-
le llamó el niño, quien ya empezaba su tarea.
-“Dime,
hijo” contestó Sebastián al tiempo que se detenía y volteaba.
-“¿Por
qué caen las hojas de los árboles?” pregunto con profunda inocencia el pequeño.
-“Las
hojas caen”-contestó el padre sin pensarlo -“para que puedan salir hojas
nuevas”.
Ambos
sonrieron.
-“Para
que puedan salir hojas nuevas”, repitió su hijo, Rafael, y continuó barriendo
el patio.
-“Para
que puedan salir hojas nuevas”, dijo Sebastián volviendo sobre sus pasos y,
tomando otra escoba, comenzó a barrer sonriendo junto a su hijo.
FIN