Me suelo hundir en el agua cuando me piden que salga
de la barca; generalmente quiero mandar a la gente a su casa cuando solo hay
tres panes y dos peces.
La mayoría de las veces me quedo dormido cuando hay
que orar y casi siempre dudo en echar las redes del lado que me lo sugieren
cuando logro pescar nada.
Lo reconozco. Soy hombre de una fe pequeña.
Prefiero rodear la montaña en lugar de ordenarle que
se mueva y la mostaza no es de mi preferencia y ni siquiera conozco su semilla.
No me basta con tocar la punta de su túnica, requiero más bien de un gran
abrazo; y aunque definitivamente “no soy digno que El venga a mí”, con
dificultad (y no porque no pueda ser
sanado por El) atino a decir: “pero una palabra tuya para sanarme…”
Ha venido a bien la proclamación de este Año de la Fe,
quizá el Papa me sabe algo.
Con indulgencia o sin ella, solo le pido a Dios me ayude a acrecentar mi
fe, al menos lo suficiente, para poder decir “sí, así es” antes de que el gallo
cante tres veces.
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